Acabo de leer casi de un tirón la novela del colombiano
instalado en Tarragona, Gustavo Hernández Becerra, un escritor reconocido en
los medios literarios catalanes por la calidad de sus trabajos, y bien conocido
asimismo por el público de la actual Tarraco, no sólo por sus anteriores
novelas publicadas sino por las columnas y los artículos que han ido
apareciendo en los periódicos de la ciudad, de exquisita factura.
Sin pretensiones de ejercer de crítico literario -especialidad
ajena a mis labores-, sí que me gustaría comentar la obra leída a modo de
simple comentario de texto de alguien que, siendo titiritero como soy, gusta
también de las artes literarias.
Y si me atrevo a hablar de 'El Mal de Penélope', es porque
en cierto modo y dando muchos rodeos al asunto, la he visto como una novela
lejanamente titiritera. Lo digo no porque se le vean sus hilos, guantes y varillas,
sino por el juego de distanciamiento barroco que el autor hace con su historia,
a la que le da la vuelta como a un calcetín y se permite manipularla para
mostrarnos a sus personajes por delante y por detrás, desde dentro y desde
fuera, cuerdos y locos, mortales e inmortales, de carne y hueso o espectrales, vivos
o muertos. Y todo ello sin esconder al
autor-titiritero-manipulador, como es propio hacer hoy en los teatros de
títeres, en los que ya nadie se esconde
tras los retablos, sino que se sale y se entra de ellos, unas veces con
disfraz y otras sin.
Nos encontramos, en efecto, ante una novela doble, pues lo
que se nos cuenta en la primera parte, es también lo que se cuenta en la
segunda, pero como si entre la primera y la segunda hubiera un espejo de estos de Alicia y medio cóncavos que te dejan
entrar al otro lado de la realidad, con la distorsión propia de este tipo de espejos.
Gustavo Hernández Becerra. Fotografía de Alba Mariné para una entrevista publicada en el Diario de Tarragona. |
Una historia dramática que tiene la virtud de ir a los
extremos del más desgraciado patetismo para instaurarse en definitiva en una
especie de patrón universal -aunque particular- de la tragedia humana, pues los
máximos alcanzados por el mal de la protagonista son tan grandes y están tan ahítos
de infortunio, que podríamos decir que se elevan hacia una totalidad en el repertorio
de las desgracias humanas. En efecto, ¿acaso el descarado comportamiento del
protagonista masculino y su maldad acanallada no son el espejo generoso que, en
el mosaico de sus aspectos cuarteados, permite reflejarnos en la gama de nuestros
canallismos particulares de tres al cuarto? Y lo mismo puede decirse de las
desgracias de las féminas aquejadas por el maltrato y el abuso, sean leves o
elevadas, las cuales ven reflejados sus matices en este mapa tan completo del
dolor y de la infamia que es la vida de la protagonista femenina.
Así es la primera parte, un relato en primera persona desde
la subjetividad de la víctima, de modo que la lectura nos mete en el laberinto
interior de una vida destrozada por una acumulación exponencial de las
desdichas.
Pero he aquí que en la segunda parte surge el titiritero
escritor, con ganas aparentes de mirar el drama desde fuera, desdoblándose en
dos autores que pugnan por la misma historia, uno escondido tras el retablo, y
el otro con ganas de jugar su papel en el escenario.
Aparente distanciamiento, pues en seguida nos percatamos que
la mirada del segundo autor que entra desde afuera es en realidad la mirada de
una serpiente que gusta enroscarse a la historia para meterse en ella,
estrecharla con su cuerpo sinuoso, para al fin morder y ser mordida por ella,
la historia, que ahora se nos aparece poliédrica y llena de ángulos y
equívocos, tan compleja como la vida misma.
El barroquismo del que hemos hablado se encuentra en esta
preciosa multiplicación de puntos de vista, que van pasando de una boca a la
otra, dando a la historia tantos matices que el inicial drama de una única voz
acaba siendo lo que ya apuntábamos al principio: el acopio de un manojo de
historias que las dos manos de un único autor se van pasando entre sí.
Pero los reflejos se multiplican, y el episodio de la falsa
muerte del protagonista, que lo convierte en un mortal-inmortal, es decir, en
un muerto-vivo, provoca la aparición de otra voz, que se suma a los dos autores
y a los varios personajes principales, como es la de Emilín, convertido en
escritor precoz cuya obra se introduce en la trama con tremenda prestancia bajo
la forma no menos delirante de un western de maravillosa serie B.
La obra se alza como una columna barroca de múltiples voces
enroscadas entre sí, retablo dinámico de personajes confrontados en los espejos
de la mirada. Pero la gracia es que todo ello sucede con la perfección de un
engranaje literario de orfebre, con un texto que rezuma riqueza, gracia e
ironía, sin que ello rebaje el dramatismo, sino al revés, aunque al dispararse
el registro delirante, se consigue distancia, dejando que la barbarie, el dolor
y el acanallamiento sean vividos y vistos desde lejos, o desde la otra esquina de la calle. Distancia que
posibilita la reflexión, aunque luego la locura del titiritero-narrador nos
haga bajar de nuevo al barro de la desdicha.
Columna barroca aunque también sirve la imagen de la
cebolla, pues la obra no hace más que desplegar las dimensiones ocultas que se
hallan plegadas en las palabras, en los hechos y en los personajes, aplicando
así las teorías cuánticas que tanto seducen al protagonista, sobre todo esas
que dicen que las partículas pueden estar a la vez en dos sitios diferentes. De
alguna manera, 'El mal de Penélope' es un intento de aplicar esta teoría en la
vida cotidiana de las personas, estableciendo la posibilidad de que un drama
sea en realidad varios dramas superpuestos, con sus puertas ocultas de salida
que hay que buscar en los pliegues de las dimensiones escondidas. Aunque el
autor no busca tanto las salidas como las distancias que permiten enfocar y
desenfocar para entender las cosas desde perspectivas diferentes, lo que no
deja de ser lo mismo.
También me pareció un logro capaz de entusiasmar al lector
la abertura de los espacios interiores de los personajes, esa ampliación de lo
subjetivo que permiten, con perdón, los fórceps de la escritura. Algo que
ocurre en el monólogo interior de la primera parte y en el desarrollo de los
personajes de la segunda, con esa genial muerte sin muerte vivida por el
protagonista narrador al que se le debe sumar la sub-novela del western que
cobra vida en su delirio para acabar cerrando la obra con uno de estos 'otros
personajes plegados' como es El Legañas.
Creo que 'El Mal de Penélope', en mi modesta opinión, es una
novela radicalmente moderna, propia de una óptica avanzada que va más allá del
siglo XXI, pues en ella se plantean vías de despliegue y de desarrollo del
conocimiento que acepta la complejidad de un mundo de múltiples dimensiones y
lo junta a una visión crítica y autocrítica, pues se basa en el puro y simple
ejercicio de la auto-observación, disciplina básica del futuro. Distancia,
auto-conocimiento, multiplicación de la identidad, dualismos cuánticos y
abertura de las dimensiones plegadas. ¿Qué más podemos desear? De indispensable
lectura.
'El Mal de Penélope' está editada por la Editorial Cuanto Te
Quiero, de Tarragona.
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