Me fascina un hecho hace tiempo observado, consistente en ciertos nuevos cultos creados por el fenómeno turístico. Lo he visto innumerables veces, es patente en la mayoría de las ciudades que gozan de flujo masivo de turistas, y lo he vuelto a observar, de un modo harto singular, en mi última estancia en Estambul, visitando la conocida Cisterna Basílica de Yerebatan, situada en el corazón de Constantinopla y construída en el año 532, al lado mismo de Santa Sofía.
Ya había visitado este lugar varias veces con anterioridad (cinco o seis veces como mínimo), y aún así, quise hacer de nuevo la correspondiente cola para comprar el billete, bajar los escalones que conducen al subsuelo, y mezclarme entre los numerosos grupos de gente de todos los países del mundo que, como yo, se sienten atraídos por este lugar.
Desfilé en una especie de peregrinación silenciosa, bajo el sonido de una banda sonora acorde al lugar (música clásica turca de ritmo languideciente), envuelto en una atmósfera cargada de flashes fotográficos, del siseo de pasos y voces, y del gotear sonoro del agua que todavía cae en según que partes de la cisterna. A llegar dónde se encuentra la llamada “columna de las lágrimas”, primer punto focal del recorrido, tiré una moneda al fondo, entre los peces que acuden al clamor de la luz de los focos, con petición de deseo incluído. Me fijé que era el único en hacerlo, cosa que prueba el olvido en que ha caído esta vieja costumbre que he visto en los cinco continentes. Pero continué sin inmutarme.
De pronto, la cola que seguía la pasarela de madera se detuvo, en un atasco motivado por una algomeración formada al final del trayecto, allí dónde la cisterna termina. Estuve a punto de dar la vuelta, pero un sexto sentido y mi curiosidad por el fenómeno turístico me hizo cambiar de opinión. Recordé que allá se encontraba una extraña columna cuya base está formada por una piedra singular, dos de cuyos lados exteriores están constituídos por dos rostros de Medusa, la una de lado, la otra invertida. “Comprendo”, me dije, “están adorando la Medusa”. Me salió como una gracia, pero luego pensé que había dado en el clavo. No otra cosa estaban haciendo los miles de visitantes que, como yo, hacían la correspondiente cola para detenerse unos instantes ante los rostros mudos y enigmáticos de las dos Medusas, mirarlas con estupor, sacarles decenas de fotografías, y desocupar luego el espacio dejando sitio a los que venían detrás.
Todos aquellos peregrinos procedentes de los más insospechados rincones del mundo, ateos unos, levemente religiosos otros, fanáticos e intregistas los menos, burlones y sacrílegos otros pocos, rendían todos ellos, sin distinción de credo o fe, culto al enigma de las dos Medusas subterráneas, una veneración que ritualizaban tal vez sin darse cuenta, pero provista del más sacro de los respetos venerandos. Hermanados por la pulsión turística así como por la necesidad de amortizar los costes y esfuerzos del viaje, los visitantes cumplían con un rito a la vez moderno y antiguo: antiguo porque repetían una situación arcaica cuyos reflejos podían intuirse en las expresiones aparentemente inexpresivas de japoneses, americanos, turcos o alemanes; moderno porque a) lo completaban con la retención fotográfica, b) se hacía sin contenidos sacros asociados, es decir, con criterios de puro formalismo y c) mediante un recogimiento temporal corto, punteado por el ritmo de los relojes y de lo efímero. No hay que decir que hice lo que todo el mundo, cumpliendo con la inercia arcaica y moderna de la situación, aunque no pude evitar la veleidad de hacer “turismo dentro del turismo” (como los actores cuando hacen “teatro dentro del teatro”), al observar y fotografiar a los fieles que a su vez fotografiaban y veneraban a las Medusas.
Sentado más tarde en la magnífica terraza-café que se halla en la plaza de la mezquita de Beyazit, pensé que este fenómeno de los nuevos cultos turísticos era una práctica común y muy extendida en el mundo. Constituye una especie de nueva religión laica, que en vez de curas tiene guías y “tour operators”, cuyos viajes iniciáticos se hacen en avión, taxi y autobús, que asume los dioses y los ritos del lugar que se visita, aunque no se sepa nada de ellos, y que no duda en convertir en lugares sacros muchos a los que nadie consideraría como tales. Ejemplos sonados son la Pirámide de Kheops en Egipto (cuya visita constituye una experiencia inciática que muchos viven como tal), el Museo Egipcio de El Cairo (dónde se veneran en silencio las momias reales del antiguo Egipto, amén del ajuar de Tutankhamon y otras mil maravilas), el Mausoleo de Lenín en la Plaza Roja de Moscú (con un grado de veneración muy superior a otros lugares sacros de verdad, aunque similar al de las momias egipcias), el British Museum o el Louvre de Londres y París, la Torre de Pisa, el edificio de la Mole en Turín, y tantos otros lugares del mundo entero. En Barcelona mismo, disponemos de sitios de culto de primerísima categoría, como son la Sagrada Familia, la Pedrera o la Casa Batlló de Gaudí, el Museo Picaso, la misma Rambla, etc.
Una religión que parece estar destinada a substituir “relativamente” a las existentes: su gran ventaja es que no aniquila del todo a las viejas (de ahí su profundo carácter moderno y relativista), pues de alguna manera necesita de éstas para seguir llenando de contenidos formales la necesidad de culto de sus practicantes, vengan éstos de dónde vengan. Una religión asociada tan íntimamente al consumo, que sin duda tiene su futuro más que asegurado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario