martes, mayo 16, 2006

LAS MARIONETAS DEL TIBIDABO


Fui el otro día al Tibidabo, el Parque de Atracciones que se encuentra en lo alto de la montaña que domina Barcelona, allí dónde se levanta el impresionante Templo Nacional Expiatorio del Sagrado Corazón de Jesús, perteneciente a los Salesianos, esa mole siniestra que sin embargo es para los barceloneses una silueta tan amada y característica, al ser el referente visual por excelencia de la ciudad en su lado montaña. Por fortuna, junto a la Iglesia se extiende deparramándose por la ladera el antiguo y entrañable Parque de Atracciones, creado por la S.A. El Tibidabo, Sociedad impulsada por el farmacéutico y hombre de negocios Salvador Andreu, el inventor de las famosas pastillas del Dr. Andreu. Aunque las primeras atracciones no aparecerían hasta más tarde, el tranvía y el funicular que conducen a la cima fueron inaugurados en el año 1901, fecha que de alguna manera constituye el inicio de este empeño tan singular como emblemático de Barcelona.

Hacía tiempo que no acudía al Parque y tenía muchas ganas de ver si había cambiado mucho desde su compra por el Ayuntamiento de Barcelona en el año 2001. Puedo decir de entrada que la impresión fue positiva, sobretodo porque se veía muy lleno de público (era domingo al mediodía), de gente joven y muchas familias, y porque sus atracciones más emblemáticas estaban todas en buen estado de funcionamiento: el avión que da vuelas impulsado por su propia hélice, la atalaya de dos brazos que sube y baja sus cincuentra metros de longitud llevando en sus cestas de seis a ocho personas, la noria imponente y elegante de grandes alturas, las montañas rusas de siempre, el magnífico tren aereo que se mete por grutas, túneles mágicos y misteriosos, o cuelga al vacío ante una despampanante vista de Barcelona, el Castillo Encantado… Claro que junto a estas viejas atracciones, proliferan otras nuevas, todas muy ruidosas y excitantes, sobretodo para los que buscan emociones fuertes. Vi los autos de choque, siempre tan solicitados por los jóvenes conductores sin carnet, dándose golpes capaces de hacerlos saltar un palmo de los asientos, las máquinas tragaperras que te miran con sus luces chispeantes, el barco que se balancea a grandes alturas, etc. Regado todo con muchos decibelios de música y los chillidos de niños y jóvenes en estado de frenesí.

Ante esta apabullante presencia de maquinarias y artefactos chirriantes e industriosos, más el griterío humano que le acompaña, noté a faltar el sosiego que daban atracciones más tranquilas como el famoso Laberinto al aire libre, ajardinado con hileras de árboles recortados y que ocupaba una parte central y bastante grande del Parque. El Laberinto daba un respiro al ajetreo convulso de la diversión activa, y permitía a algunos padres filosofar apaciblemente con sus hijos mientras recorrían los pasillos, buscando la salida. Algo a todas luces impensable hoy en día.

Pero si en algo ha mejorado el Parque en su última versión municipalizada, es por dos cosas: por el magnífico aunque pequeño Museo de Autómatas, y por el Teatro de Marionetas o “Marionetàrium”, situado en el lugar dónde antes había el restaurante La Miranda.

Los autómatas eran una de las atracciones más típicas del Tibidabo. Hace años, sufrieron grandes deterioros y acabaron casi todos medio moribundos en los almacenes del Parque. Sin embargo, y gracias a la labor emprendida primero por Antonio Lázaro Díaz, y más tarde por los actuales restauradores del lugar, gozan hoy de muy buena salud y se les puede ver en una sala funcionando casi todos tras apretar un botón. Un verdadero placer visitarlos y charlar un ratito con la Monyos, que te guiña el ojo y mueve los ombros, con el Payaso y sus Micos, o con el otro Payaso que lleva una rana en la rodilla, con el Poeta Que Se Duerme, y con muchos otros que siguen en sus puestos de siempre, haciendo sus gestos misteriosos a cuantos niños y adultos acuden a visitarlos. Mantener esta colección y haberla acondicionado para la visita es un acierto que da al Parque ese toque de exquisitez artística que siempre había tenido y que la modernidad de los ruidos y las velocidades a veces socava.

Pero lo que realmente acentúa esta categoría de singularidad y pintoresquismo del Tibidabo es su Teatro de Marionetas, llamado Marionetàrium. Nos encontramos aquí ante una realidad de mucha categoría estética, poética, humana y entrañable de la ciudad y del Tibidabo, pues en el hermoso espacio dónde están ubicadas, se reúnen varios factores de muy distinta consideración, presentados a su vez con mucha gracia y sencillez, que es lo máximo que se puede pedir en estos casos.


Pero vayamos de visita al lugar, y dejémonos llevar por la música y los carteles que nos indican el camino hacia el Marionetàrium, justo detrás de dónde se lavanta la Gran Montaña Rusa. Nada más entrar en el amplio pasillo que hace de vestíbulo, nos encontramos con una gran pantalla de sombras dónde una orquesta recortada en magníficas siluetas nos da la bienvenida. A la derecha, nos reciben algunos de los miembros de la compañía, colgados de sus hilos que penden de sofisticados mandos, sentados sobre las cajas y los baúles de mimbre con los que suelen viajar. En el suelo, un cartel dice “Compañía Marionetas Herta Frankel”. Constituyen en realidad las "vedetes" de la antigua compañía de Herta Frankel, y los que tengan memoria de aquellos años, identificarán a los dos payasos Tonto y Gruñón, a la Tía Cristina y a Pepito, así como a los llorones Ruki y Muki. Todos ellos nos miran expectantes, con sus grandes ojos abiertos, rodeados de artilugios que tienen que ver con los viajes y las estaciones de trenes. Parece que se han detenido sólo para saludarnos, como si los hubiéramos interrumpido en medio de sus preparativos para salir de gira, dar la vuelta al mundo y volver.

Vemos luego a un trío flamenco con su guitarrista sentado, un violinista al lado, un caballo blanco, una marioneta de Indonesia y otras figuras que componen un cuadro estático pero cargado de vida. Aquí los personajes cuelgan algunos sin tocar el suelo, mostrando esa manera tan especial de estar en el espacio que tienen las marionetas, al depender de dos fuerzas de atracción de signo opuesto: la gravitatoria de la tierra, que tira de ellas hacia abajo, y la vitalista de los mandos que las empuja hacia arriba. Al fondo, en solitario, una primera figura de la compañía, el payaso de rojo que ríe. Se llama Karam, pero lo que impacta de esta marioneta es la impresionante cruz que la sostiene: un enorme y grácil insecto hecho de madera, cuerda e hilos, tan grande como el cuerpo que pende de él, como si fuera su doble abstracto, su sombra estilizada, quintasencia de sus latidos vitales.

Entramos en el teatro propiamente dicho: frente a un escenario triple (una boca central, y dos pequeños escenarios laterales y redondos), nos sentamos en las tres hileras de gradas dónde caben unos sesenta espectadores. Y empieza la función. Personajes misteriosos unos (como la figura enraizada en la tierra que teje los hilos del destino, situada en el lateral derecho), divertidos y locuaces otros (como los dos presentadores payasos, que se contradicen y hacen las delicias de grandes y chicos), o impresionantes personajes de la mitología popular: un gigantesco Pato Donato, que llena con su cuerpo todo el escenario, con una impudicia casi obcena, mientras canta y toca la trompeta; o la actriz Marlene Dietrich, magnífica en un largo vestido de oropeles, cantando “where have all the flowers gone?”, mientras del suelo van saliendo de una multitud de agujeritos, empujados por pequeños disparos de aire comprimido, verdes matojos de hierba y exhuberantes ramos de flores. Poético y surrealista. De pronto, se abre el lateral izquierdo y surge el pianista, número clásico del teatro de marionetas, con un magnífico piano de cola. Hay también un cuadro de música brasileña, con maracas y procaces movimientos de caderas, acompañando ni más ni menos que a... ¡Carmen Miranda! Finalmente, acaba el espectáculo con los aplausos del público, que durante una media hora larga ha gozado de un repertorio sofisticado y muy bien ejecutado de números clásicos de las marionetas de hilo, un género difícil que requiere mucha práctica y una esmerada atención.

(Habría que hablar aquí de lo que hay detrás de las cortinas: un “puente” desde dónde se manejan las marionetas, y todo un sistema de cables, poleas, motores y raíles ideados por el escénografo José Menchero y que sirven para que el ritmo de las escenas sea impecable, con cambios realmente rápidos y sorprendentes. Al ser yo marionetista, pude visitar estos espacios secretos, dónde se esconden los trucos viles que sirven para dar vida a las marionetas y que el público no debe ver.)

Los espectadores luego somos invitados a visitar el taller dónde se hacen las marionetas: hay más ejemplares colgados, algunas máscaras y muñecos de los utilizados por Herta Frankel y, sobretodo, unas magníficas ilustraciones que nos orientan sobre la “ciencia del hilo”: tipos de cruces o mandos, gráficos pertenecientes a distintas escuelas (la checa, la inglesa, la rusa, la del marionetista inglés Harry Tozer, que residió, enseñó y murió en Barcelona), etc.

¿Cómo ha sido posible levantar este teatro y mantener vivo el espíritu de las marionetas de Herta Frankel a pesar de su muerte en el año 1996, a los 82 años de edad? La explicación está en el buen hacer y el tesón mostrado por dos marionetistas, grandes amigos y colaboradores de Herta, que heredaron sus marionetas con el encargo de mantenerlas vivas y actuantes, cosa a la que han dedicado sus vidas durante los últimos veinte años. Son Pilar Gálvez y Fernando Gómez, promotores y directores de la compañía, metidos en el asunto de las marionetas desde 1985 (año en que entraron a formar parte del elenco de Herta Frankel). Fernando, alumno de Harry Tozer, es un sofisticado constructor de marionetas que, como su maestro, no duda en pasarse horas y meses enteros creando una sola marioneta, como nos imaginamos que hacía Geppetto para construir a su Pinocho. Su técnica es exquisita y destaca en el buen hacer de los sistemas pendulares de cruces y mandos, de modo que con sólo sutiles movimientos, los personajes pueden andar, cantar, bailar, saltar o llorar.

Pili Gálvez, “alma mater” de la compañía, mujer inteligente y de armas tomar, es la encargada de dirigir la logística del teatro. Su fuerza y su empeño, junto a los de Fernando, son el secreto que explica el milagro de este pequeño santuario dedicado al arte y a la poesía en el Tibidabo, perfectamente adaptado al espíritu del Parque y dándole un plus de exquisitez difícil de encontrar en otros lugares similares. Gracias a esta presencia, se puede decir que en el Tibidabo se da el milagro que uno espera encontrar, muchas veces en vano, en los parques antiguos de atracciones: rincones mágicos dónde lo ficticio engañe y desdoble a la realidad; lugares dónde el mundo se detiene por unos instantes dando paso a otros mundos inexistentes pero cuya realidad vemos desplegarse ante nuestros ojos. El Marionetàrium es uno de esos espacios. Y es de esperar que goce de larga vida en pro de la salud psíquica y estética tanto de los barceloneses como del mismo Tibidabo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pues habrá que volver a subir al Tibi para ver ese teatro de marionetas. Es la excusa perfecta para volver a pasar un buen día con los peques.

Saludos