No sé si coincide con lo que dice la famosa Teoría del Caos, pero me parece que el caos, hasta hace poco encerrado en los Orígenes y reservado a lo mitológico, ha bajado al terreno de lo cotidiano, llenando de pequeñas incertidumbres las cosas más banales de la realidad. Aquellas inmensas pompas de jabón dónde encerrábamos lo Primordial así como todo lo relacionado con los dioses y sus divinas cuestiones, han explotado espectacularmente, y la viscosidad caótica que rellenaba tales globos se ha expandido por el mundo, cayendo como una lluvia ácida que empapa todo lo que encuentra.
El caos se nos ha pegado al cuerpo, lo llevamos en nuestras células, neuronas y pensamientos, lo pisamos cual lodo invisible al caminar por campos y ciudades, y se incrusta cual líquen corrosivo en árboles, rocas y cuerpos.
¿Es esto malo o bueno? Las dos cosas seguro, aunque en términos generales lo considero positivo: ¿no es acaso el caos el mismo tiempo creativo con todas sus incógnitas y misterios, el humus de dónde surge lo nuevo e impensable, así como el zero que destruye, mata y regenera? Antes pertenecía a los Poderes: las grandes religiones y mitologías guardaban sus secretos y lo consideraban de su propiedad. Se lo utilizaba según los intereses de las minorías gobernantes y servía para dominar a los demás. De ahí que necesitaran grandes templos y palacios, con sus reductos secretos, sus ritos iniciáticos y sus lenguajes codificados. Pero todo eso se acabó. Las pompas explotaron, las metafísicas se han licuado y escurrido de las manos de sus antiguos propietarios, y el caos, la sustancia de la que estaban formados todos esos reductos acotados, se ha extendido cual manto vitalizador sobre la tierra, llenando de desasosiego las domesticadas y felices consciencias de los pueblos y las personas.
Esta democratización del caos lo es también del desasosiego que le acompaña, de ahí que haya tantas resistencias a aceptarlo: los sumisos prefieren la tranquilidad del orden anterior, cuando la libertad se sacrificaba en aras a la obediencia. Falsas ilusiones. Ya no quedan vaticanos que se mantengan en pie, por mucho que lo aparenten. Sus edificios se han vaciado de sustancia y ya sólo sirven para el formalismo laico de la religión turística del ocio: hoteles, teatros o museos.
La identidad, esa ilusión de los esclavos, también se desmorona. Por eso se agarran a ella los grandes egoicos, así como los nacionalistas y los monoteístas, esos nostágicos sociológicos del orden y de la unidad. Luchan en vano contra el virus que los corroe: sus corazas se desmontan al percatarse de que sólo encierran y protegen un vacío. Su agonía tremebunda los convierte en peligrosos asesinos.
La gran separación de los absolutos mantenida por las burbujas metafísicas se acaba al reventar éstas. Y aquella dualidad magnificada, exagerada, que lo reducía todo a Materia y Espíritu, a los cuales separaba poniéndolos en reinos distintos, se deshincha con el gran reventón. La dualidad se empequeñece, se banaliza, se formaliza y se democratiza: se hace dualidad laica y sígnica, de significado y significante, de cosa y símbolo, de real y abstracto. Se trata de un nuevo tipo de dualidad, dinámica e interseccionista, que lleva el caos, es decir, el tiempo creativo, incorporado. Forma parte de su sustancia. Lo vivo y lo inerte se empapan de ella. Fecunda el suelo terráqueo, por fin liberado de sus cánceres opresores. Las estrellas y el sistema solar se alegran de ello. Caso insólito, sin duda.
1 comentario:
Muy hermético se ha puesto usted, señor Rumbau. Veo que el viaje a Estambul le ha tocado fibras sensibles del buche cerebral. Serán leídas con paciencia sus palabras, delo por seguro.
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