martes, julio 23, 2019

Los bóvidos


Acuarela de Gustave Moreau: El rapto de Europa (L'enlevement d'Europe), ca. 1869.


Hemos hablado de dignidad en el capítulo anterior de Animalia. Una palabra importante cuando tratamos con animales. En efecto, en la relación entre los humanos y los demás compañeros de Reino, creo que la palabra dignidad ocupa un lugar esencial.

Dignidad: calidad de digno, respetabilidad, corrección, amistad distanciada. Sin respetar la dignidad de los animales, nos volvemos indignos e irrespetuosos: o demasiada cercanía o indiferencia desdeñosa. Sin duda el efecto espejo es aquí aplicable: tratar sin dignidad a los animales es el simple reflejo de nuestra falta de dignidad en la relación con nosotros mismos y con nuestros vecinos de especie.

Los antiguos cazadores tenían siempre en cuenta estos aspectos: la presa buscada era un animal sagrado para cuya captura había que pedir permiso al espíritu de la especie a través de sofisticados ritos. También los rituales del matrimonio escenifican la necesidad de establecer un reconocimiento cualitativo de dignidad entre las personas antes de juntarse en una unidad de convivencia o de reproducción. La dignidad es reconocer el linaje, la soberanía y la libertad del otro, sea este animal o persona humana. Una persona digna tratará siempre con dignidad a sus vecinos. Por desgracia, podemos decir que la modernidad y el progreso han apartado nuestra especie del principio de Dignidad. La razón hay que buscarla en la borrachera de grandeza que los éxitos del Progreso han causado. El impulso depredador se ha disparado de un modo aberrante hacia todo lo que nos rodea: fauna, botánica y sociedad humana.

Respecto a los animales, la expresión más evidente de esta pérdida de dignidad se encuentra en la actual industria alimentaria: granjas mecanizadas y mataderos. Las evidencias son bastante obvias y no cansaré al lector con los detalles, desagradables hasta lo indecible.

Si me he extendido en hablar de dignidad es porque toca hoy centrarnos en los bóvidos, una de las familias de animales que para mí encarnan con más relevancia las cualidades de este concepto. Toros, bueyes, vacas, bisontes, búfalos ... Todos ellos armados de poderosos cuernos y a la vez pacíficos rumiantes que se alimentan sólo de hierba. Animales grandes, extraños y enigmáticos como pocos, pero a la vez capaces de embestir cuando se enfadan y se sienten en peligro. Mansos y cargados de pacífico orgullo, elegantes y majestuosos, poderosos por el volumen de sus carnes y la potencia de sus músculos, tranquilos y silenciosos. No es de extrañar que desde siempre hayan captado la atención del ojo humano, desde los pintores rupestres del Paleolítico Superior hasta las incipientes sociedades neolíticas, que tuvieran al toro como una de las primeras divinidades. En muchas mitologías representa la energía sexual. Símbolo de vida, de potencia y de fecundidad.

En las fabulosas pinturas de Altamira y de Lascaut pasando por los asentamientos neolíticos de Siria y Palestina hasta la tauromaquia cretense, los bóvidos de esplendorosas cornamentas han sido el centro de un culto que mezcla estupor, respeto y veneración. No en vano Zeus se convierte en toro para conquistar y raptar a Europa. Y en Creta, Pasifae, esposa de Minos, se mete dentro de una carcasa de vaca, obra de Dédalo, para poder copular con el toro blanco del que se ha enamorado. El hijo de este amor fue el Minotauro, mitad hombre mitad toro. Se puede decir, por lo tanto, que durante larguísimas etapas de la historia humana, vacas y toros han sido las bisagras estéticas de nuestra relación con los Dioses y sus representantes en el Reino Animal, relación basada en el respeto a la dignidad del otro.

Pasifae. Escultura de Óscar Estruga, realizada en cobre. Playa de Adarró, Vilanova y La Geltrú.

Un testigo arcaico de esta relación centrada en la dignidad lo encontramos en la India, donde vacas y toros son tratados como animales sagrados, disfrutando del derecho a pasear tan ufanos por las calles de las ciudades, en medio de la gente y del tráfico más feroz, como yo he podido comprobar en persona. En España, lo encontramos en las Corridas de Toros, que curiosamente los supuestos defensores de los animales quieren eliminar. ¿Quizás porque las encuentran "indignas", confrontadas con la industria alimentaria de nuestros días?... ¿No sería mejor preservar esta reliquia todavía viva de épocas antiguas que nos habla de respeto y de dignidad, a pesar de su carácter violento de rito de sangre y de muerte, y concentrarse en el trato realmente indigno que se tiene para con las vacas, toros, cerdos y pollos?

Volvamos a los bóvidos y veámoslos encerrados en los reductos que el Zoológico les ha reservado. No hay muchos. Pasa un poco como con los perros: los tenemos demasiado cerca. Tener toros de lidia sería una incongruencia, cuando estas nobles fieras ya disponen de amplios espacios donde poder verlos y admirar. ¿Vacas? Hay una en la Granja para familias, más como juguete para los niños que animal realmente enjaulado. Sólo falta que le pongan una falda y sostenes. ¿Toros? La avidez de nuestra industria no vería lógico perder dos o tres toneladas de carne. El Zoo muestra a los más exóticos y cumple así con su vocación de recuperar especies en peligro de extinción: antiguos bisontes europeos salvados de milagro de la desaparición y los llamados "búfalos enanos" de piel rojiza que sobreviven en las selvas lluviosas africanas, también situados al borde de la extinción.

En nuestra mirada, sin embargo, pondremos no sólo a los que están encerrados en el Zoo sino también a las vacas, los bueyes y los toros que pastan tranquilos por los prados. Lo primero que nos sorprende es la independencia y la distancia que muestran hacia sus observadores. Mientras ciervos, simios, canguros, osos, focas, caballos y burros acuden solícitos a quienes les dan cacahuetes, un plátano o patatas fritas, los bóvidos nos ignoran solemnemente. Curioso que siendo unos mamíferos tan representativos de la clase de los cordados a la que pertenecemos, bien provistos como están de generosas glándulas mamarias, no manifiesten uno de los rasgos característicos de este grupo de animales, como es su capacidad de empatía emocional.

Los bóvidos, al menos para este observador, son independientes, distantes y solitarios, y pese a gustarles ir en rebaño, se tienen por seres autónomos poco sentimentales: rebufan y a veces se enfadan mucho. Son animales a los que es mejor no buscarles las cosquillas, ya que pueden tener respuestas poco amigables. Creo que esta es una de las razones de la veneración que despiertan: nos admiran sus cualidades de brutos autónomos, cargados de noble poderío, que puede convertirse en feroz belicosidad cuando se les molesta o se los priva de libertad. Así somos nosotros o nos gustaría ser: libres y poderosos, y capaces de defendernos con fuerza y ​​orgullo cuando nos atacan. La diferencia es la emoción mamífera, escasa en los bóvidos y exagerada en los humanos, la cual nos hace temerosos la mayoría de las veces, y valientes en casos excepcionales.

Conocida es la legendaria ferocidad del toro de lidia, capaz de embestir de frente un tren en marcha como ha sucedido más de una vez. Esta ambivalencia de animales que son a la vez mansos y feroces ha sido fuente de admiración y base de todas las tauromaquias conocidas de la historia. En cuanto a los protegidos de la India, donde conviven en las mismas calles de las ciudades con sus habitantes, sean humanos o de otras especies, es providencial su pacifismo aunque de vez en cuando sorprendan a sus adoradores con inesperados golpes de genio. Más de un enfado cornudo vi yo por las calles de Ahmedabad, cuando visité hace años esta ciudad de la India, la capital de Gujarat.

 
Rapto de Europa. Mosaico romano, Museo Romano de Arles, Francia.
Volvamos al tema de la Dignidad y observemos de nuevo la grandeza majestuosa de estos animales coronados. Impresionan por la masa de sus carnes y la potencia de su fuerza pero sobre todo por la corona de la cornamenta, quizás no tan elegante como las de algunos cérvidos, de diseños espectaculares, pero capaces de expresar la serenidad de su coronación áulica, de reconocida dignidad mitológica. De algún modo indican los límites de una grandeza mediana, superior a los demás animales de cuatro patas, pero inferior a la de los mamíferos gigantes, obligados estos a desarrollar colmillos en el caso de los elefantes o los antiguos mamuts, o cuernos en la nariz en los fantásticos rinocerontes. Los bóvidos ocupan respecto a nosotros un espacio intermedio, próximos a la altura humana y lejos de las excentricidades gigantescas de la evolución animal. Y es sin duda esta medianía la razón de ser tan cercanos y queridos, y a la vez tan admirados y temidos por su fuerza y ​​su ornamentación cornuda.

Pertenecen también al gremio de los filósofos y no sólo los encarcelados en el Zoológico: verlos libres en los prados de las altas montañas inmersos en profundas meditaciones así nos lo hace pensar. La razón hay que buscarla en el hecho de ser animales rumiantes: mastican siempre dos veces lo que comen. Es decir, más que comer, "rumian" su alimento. Este doble tiempo en la alimentación abre el espacio de una meditación que los humanos no tenemos. Quizás a la larga una buena cosa para la evolución de nuestra especie sea aprender la lección y convertirnos en rumiantes: nos obligaría a estirar el tiempo alimentario que a la vez nos extendería el mental por obligación biológica. Y con una ventaja: mientras rumiamos, estamos tranquilos y despiertos, y no nos peleamos. De momento, contemplar la lentitud casi beata de estos animales reflexivos nos ayuda a estirar nuestro tiempo de omnívoros depredadores siempre a merced de nuestra hambre compulsiva. Lecciones que los bóvidos nos ofrecen gratis en los campos y a precios asequibles, que deberían ser más populares, en el Zoológico.

Atención, no sólo los bóvidos son rumiantes. También lo son los cérvidos, los jiráfidos, el carnero, las cabras selváticas, los búfalos y los antílopes. Como puede comprobarse, las universidades donde estudiar su ciencia son muchas y la mayoría están a nuestro alcance (¡unas 250 especies!).

Por último, diríamos que los bóvidos constituyen una familia de animales entrañables y a la vez enigmáticos, estéticamente muy poderosos y simbólicamente asociados a la cultura humana desde épocas inmemoriales. Creo que el devenir no les dejará aparte y que nos puede conducir a gratas sorpresas del todo inesperadas, cuando en las futuras facultades de filosofía profesores mixtos hombres-toro o mujeres-vaca, a modo de insólitos minotauros del saber, nos enseñen a pensar de verdad según las más avanzadas leyes del rumiar vacuno. Tiempo al tiempo ...

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