
Llega la Semana Santa a Barcelona. Bueno, llega a todas partes, por supuesto, pero en mi ciudad reviste un carácter muy especial, que ya comenté una vez, francamente agradable. De entrada, Barcelona se vacía de muchos de sus residentes habituales, en general los pudientes. Se quedan, pues, los populares, los impudientes y los de clase media en general. Se llena igualmente de turistas que vienen para unos días concretos, lo que da a la ciudad un aire festivo de curiosa excepcionalidad. Al coincidir con el despertar de la primavera, ese aire se llena de perfumes y de tonos alegres. Además están las procesiones, sin paragón con las importantes del país –es decir, son escasas y pobretonas, pero muy populares–, lo que las hace tan interesantes desde el punto de vista de la antropología urbana.
Por ejemplo, en la procesión del domingo pasado que salió de la Iglesia de San Agustín y que vi desde el balcón de mi casa –en la que la cofradía de los Macarenos del lugar calentó motores pensando en el Viernes Santo–, delante del paso de Jesús con el borrico iba un grupo de niñas filipinas –la Iglesia de San Agustín es uno de los centros filipinos más importantes de Barcelona– con unos estandartes de corte oriental que jamás había visto en una procesión de Semana Santa. ¡Caramba!, me dije, ¡Oriente se nos mete por las rendijas de la Semana Santa! Esos deseos de integración ya los vi durante las fiestas de Santa Eulalia, al pasar bandas de tamborileros constituídos por jóvenes de distintas etnias del barrio: filipinos, marroquíes, paquistanís…, cada grupo con sus peculiaridades rítmicas y vestimentarias.

Prometo ir informando sobre la semana, que espero sea para todos placentera, pagana y llena de colorido.
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