Tuve la gran suerte de asistir el otro día a una de las representaciones del sombrista australiano Richard Bradshaw en el teatrillo de Eugenio Navarro La Puntual, y la verdad es que la hora que duró la función fue toda una demostración de gracia, sabiduría, oficio, arte, maña, buena voz e ingenio.
Ya había visto con anterioridad una primera versión de este espectáculo, del que recordaba algunos momentos brillantes y antológicos, pero cuya mayor parte se me había borrado de la memoria. Recuerdo que fue en el Festival de Títeres de Londres del año 1979, durante el primer viaje de La Fanfarra a un país extranjero, un festival de excepción por la calidad de sus participantes. Fueron muchos los espectáculos que nos impresionaron, desde el grupo Triangel de Holanda, la compañía sueca de Michael Meshke, Roser de Alemania, el Bread and Puppet de Peter Shuman, la compañía Drak de Praga, por sólo citar a los más conocidos. Y entre ellos, dos espectáculos de sombras que por primera vez nos abrieron los ojos sobre las posibilidades de esta especialidad teatral: el teatro de sombras turco del Karakoz a cargo de Metin Ozlen y el teatro del australiano Richard Bradshaw.
Del Karakoz nos sorprendió la vitalidad de un género que aparentemente agonizaba en sus estertores históricos. Y de Bradshaw, la actualidad de las sombras como lenguaje vivo, altamente poético, exigente en la manipulación pero dotado de una técnica relativamente sencilla.
La verdad es que aquel viaje a Londres transformó a La Fanfarra, que a partir de aquel momento empezó a elaborar espectáculos mucho más poéticos y sofisticados, y en los que imprescindiblemente había varias escenas de sombras combinándose con las marionetas de hilo.
Pues bien, uno de los causantes de este cambio estilístico fue Richard Bradshaw, que el domingo 27 de mayo de este año 2007 he vuelto a ver en La Puntual.
Tuve la suerte de verlo de muy cerca (me pusieron a un lado del escenario, tan repleto estaba el teatro de público), con lo que también pude observar, además de lo que ocurría en la pantalla, lo que ocurría en la cara de los espectadores, y muy en especial en la de los niños que ocupaban las primeras filas. ¡Una gozada poder ver gozar a los demás, sin distinción alguna de edad, mientras uno mismo goza de lo lindo como espectador!
No sólo vi a Richard Bradshaw en plena forma, sino que su espectáculo, con los años, se ha actualizado con profusión de nuevos números y un estudio profundo de las posibilidades técnicas del manejo de las siluetas, mientras a la par ha adquirido la madurez del “buen vino” (es decir, de una manipulación que se eleva a la maestría). En efecto, pocas veces está más justificada la aplicación de la palabra Maestro para referirse a un titiritero que en el caso de Richard Bradshaw. Un Maestro de las sombras, por su originalidad, su limpieza en la manipulación, su gracia en el estilo de los sketch y las siluetas, sus canciones escenificadas que son una verdadera delicia, y por su extraordinaria humildad. Pues el artista engreído, por muy bueno que sea, jamás merece el título de Maestro.
Y es que Richard Bradshaw es de esos pocos titiriteros que a pesar de su fama y maestrría, al acabar la función se lamenta por el fallo en un gesto de tal figura que sólo él ha visto, se preocupa por el efecto de tal o cual número, y se comporta con una humanidad apabullante. Sólo he conocido a otro titiritero con semejantes cualidades: el argentino Javier Villafañe, preocupado siempre por la reacción del público tras una función suya, cuando a sus setenta años le sobraban dotes y gracia.
El Maestro Bradshaw inició su faena con el número clásico del Puente Roto, sketch sacado del repertorio francés del teatro de sombras del siglo XVIII, que el australiano actualiza y sobretodo “humoriza” con un elevado sentido del humor bitánico (o australiano, supongo, aunque desconozco sus atributos específicos). En la pequeña pantalla de su teatrillo fueron desfilando números potentísimos, como el de los pies que se transforman en formas y figuras extravagantes, el boxeador que se pelea con el cuero que coge vida propia y golpea por delante y por detrás. Por cierto, que este número del boxeo tuvo una agradable reprise en forma de bis al acabar el espectáculo, en una escena cuidadísima y muy lograda de teatro dentro del teatro, y en la que se involucra al mismísimo público.
Sería muy largo enumerar todos los diferentes sketch de la obra. Sublimes las típicas canciones inglesas con su correspondiente escenificación (una delicia para los públicos de habla inglesa, pero que los catalanes del domingo también siguieron con gran placer). El número del circo cuyos intérpretes son un cisne, un ratoncito y un hipopótamo debe considerarse ya un clásico del género. Pero quizás el número que más fama le ha dado y con el que salió a matar cerrando el espectáculo, sea el del Supercanguro, basado en una canción escrita por el mismo sombrista, en la que la figura de este simpático canguro convertido en superhéroe hace las delicias del público. Una figura entrañable que sintetiza la gracia poética y mitológica de Bradshaw.
Una mitología casera y contemporánea, hecha ya para niños y poblaciones del siglo XXI, pues su máxima expresión es la metamorfosis: el cambio constante de forma y de identidad. Las cosas son y no son lo que aparentan ser. Y las figuras y siluetas que vemos en la pantalla se transforman constantemente en otros personajes, en otras caras y figuras. Un arte antiguo y artesanal que nos habla de los fenómenos más inquietantes y cotidianos del futuro.
2 comentarios:
Tuve el privilegio de ver a este genio titiritero ayer junto con mi hija y multitud de niños. Hacía ya tiempo que no reía con tanta sencillez y ternura... Un auténtico maestro.
En efecto, lo es. un ejemplo de lo que se puede hacer con sombras de un modo sencillo perocon mucho arte.
Saludos.
T.R.
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